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Dos cuentos en español

Muchias Gracias a Raquel para escribirme estos cuentos y además enviarmelos

 

Las casas están demasiado apiñadas, las calles se multiplican como los proverbiales conejos. ¿Dónde se pueden encontrar tantos nombres de calles, por amor de Dios? Los grandes benefactores de la humanidad han sido inmortalizados hasta el último de ellos; los héroes están cansados, y sólo quedan bocadillos históricos. Como el Congreso Sionista de Helsingfors. Sí, este era el nombre de la capital de Finlandia mientras los finlandeses podían pronunciarlo todavía.

 

Con la lengua trabada en Oslomfunf

Jamás habría ocurrido esto si Sulzbaum no hubiera descubierto que yo era el hombre ideal para el empleo. Hacía mucho tiempo que Sulzbaum estaba buscando a alguien con materia gris en quien pudiese depositar su confianza para ciertos asuntos; y ahora, después de las negociaciones que mantuvimos durante un tiempo, dio a entender de modo inequívoco que estudiaba seriamente la posibilidad de dejarme manejar el negocio.

En esa tarde fatal lo llamé por teléfono y me informó que quería cerrar el trato y que si no tenía inconveniente, me esperaría de inmediato en su casa. Las palabras no bastan para describir mi alegría. Después de todo, Sulzbaum es Sulzbaum, y esto es algo que nadie puede negar. Por lo tanto le pregunté sin más dilaciones dónde vivía, y él me informó:
-Calle Helsinfors 5.
-Estupendo –respondí-. Estaré con usted dentro de cinco minutos.
-Excelente…

Me puse en marcha en seguida, pero apenas había dado unos pocos pasos me hizo detener en seco algo más inexpugnable que una barrera: había olvidado por completo el nombre de la calle. Lo único que recordaba era que comenzaba con una ‘P’…
No me quedó otro recurso que entrar en una cabina telefónica y buscar su nombre en la guía. ¡En esta no figuraba ningún Sulzbaum! ¡Qué nombre! Para mayor seguridad, también lo busqué el a sección correspondiente a la ‘Z’. Nada. Me dije que debía tener un número nuevo. Por suerte lo había anotado en mi libreta, de modo que volví a llamarlo.

-En realidad es algo tan gracioso que no hay palabras para describirlo –le expliqué-, pero he olvidado el nombre de su calle.
-Helsingfors –respondió Sulzbaum-. Calle Helsingfors 5.
-Magnífico…

Ahora me había tornado más cauteloso, y no cesaba de repetirme: Helsingfors… Helsingfors… En un punto del extremo norte de la ciudad, detuve a un transeúnte.
-Disculpe, señor, ¿pero podría decirme dónde queda…?
-Lo lamento mucho –me interrumpió el hombre-, pero no soy de este barrio. Yo mismo estoy buscando la calle Uziel.
-La calle Uziel –murmuré-. Casualmente sé dónde queda. Siga derecho y doble en la segunda hacia la derecha.
-Muchas gracias –contestó el hombre, muy satisfecho-. Entre paréntesis, ¿qué calle busca usted?
-Yo… –dije-, bien… resulta que en realidad…

Créanlo o no, pero lo cierto es que la charla de ese individuo me había hecho olvidar una vez más del nombre de la calle. Lo único que podía haber jurado era que empezaba con ‘S’ y que el número era 9 o 19.

Para ser sincero, confesaré que me daba un poco de vergüenza volver a llamar a Sulzbaum, por temor a que me tomase por una persona con tendencia a olvidar los nombres de las calles. Forcé mi cerebro para recordar el nombre, pero por experiencia personal sabía que mi intelecto siempre rechaza las tareas que le son impuestas por la fuerza. En consecuencia, me senté en un café y me serené con la esperanza de que la inspiración se presentase súbitamente. Pero la única calle cuyo nombre volvió a mi memoria fue Shmaryahu Levin (que hasta entonces nunca había podido recordar, no sé por qué motivo). Yo sabía que indudablemente el nombre que estaba buscando no era Shmaryahu Levin, sino un nombre extranjero, y que de todos modos empezaba con ‘L’.

De modo que llamé a Sulzbaum.

-Hola –saludé-. Estoy en camino hacia allí. Quizá podría decirme cuál es el medio más rápido para llegar a su casa.
-¿Dónde se encuentra ahora?
-En la calle Ben Yehuda.
-Bien, eso no queda lejos de mi casa. Lo mejor que podrá hacer será preguntarle a alguien que pase por allí.
-Muy bien –asentí-. Y a propósito… ¿cómo se escribe el nombre?
-Tal como se pronuncia. ¿Por qué?
-Tengo la impresión de que aquí la gente no lo conoce. ¡Se trata de una calle nueva?
-No mucho.
-De todos modos, un nombre tan largo… -insistí.
-¿Por qué? –respondió Sulzbaum-. Hay otros mucho más largos, como los de la ‘calle del Sacerdote Matityahu’ o la ‘calle de las Puertas de Nicanor’, o la ‘calle Akiba Kolnomicerko’…
-Es cierto. Pero el nombre de su calle es un verdadero trabalenguas.
-Vamos, vamos. Uno se puede acostumbrar a él. ¡Pero por qué está tan preocupado de pronto por el nombre de mi calle?
-Oh, por nada en particular. Simplemente pensé…
-¿Viene para acá?
-Sí. Llegaré dentro de cinco minutos.
-Muy bien…

Y colgó el auricular. Yo permanecí en la cabina. Quizá esos fueron los momentos más difíciles de mi vida. A partir de ese instante los nombres ‘Sacerdote Matityahu’, ‘Puertas de Nicanor’ y ‘Akiba Kolnomicerko’ quedaron grabados de forma indeleble en mi memoria, a pesar de que no tenían ningún interés particular para mí. Después de un rato, con movimientos lentos pero deliberados, disqué la ‘S’ de Sulzbaum.

-Hola –susurré roncamente-. ¿Cómo se llama su calle?
-Helsingfors –siseó Sulzbaum con tono helado-. ¿Qué le parece si lo anota?

Busqué mi bolígrafo, pero naturalmente no estaba en su lugar. Antes de que pudiese informarle a Sulzbaum que estaría con él dentro de los próximos cinco minutos, ya había cortado la comunicación. Pero no repetí los errores del pasado, y esta vez recurrí a la mnemotécnica.

‘Helsingfors’ –musité para mis adentros, analizando el nombre-. ‘La primera parte recuerda a la capital de Finlandia, Helsinki, en tanto que la segunda es casi idéntica a la palabra inglesa fourth (cuatro), y las dos están conectadas por una ‘g’, la séptima letra del abecedario’.
Era muy sencillo: ‘Helsin/ki/-g-fourth, número 5’.
Llamé un taxi y le espeté al conductor:
-Calle Helsingfors, número 5.
-Helsingfors 5, repitió el chofer, y arrancó.

Yo me recosté contra el respaldo del asiento y pensé en lo extraño que era que un intelectual de mi talla, que todavía recuerda las respuestas que dio en su examen de bachillerato, como por ejemplo ‘la capital de la antigua Dacia era Sarmisegetuza’, que tal hombre, insisto, cuyo cerebro es prácticamente electrónico, pueda olvidar un nombre tan sencillo como… como…

-Discúlpeme –intervino el conductor, volviéndose hacia mí-. ¿Cómo dijo que se llama la calle?

La desesperación más angustiosa me invadió cuando descubrí que había vuelto a olvidar ese maldito nombre. Lo único que recordaba era ‘Sarmisegetuza’. Busqué la solución más fácil y empecé a increpar al conductor, pero éste juró que en la esquina de la calle Frishman aún lo sabía.
-Muy bien, no tiene importancia –mascullé, haciendo un esfuerzo supremo por mantener la calma. Tratemos de reconstruir el nombre de la calle. Pensemos con tranquilidad. ¿Qué es lo que usted recuerda?
-Nada –respondió el granuja-, excepto que el número de la casa era 173.
-¡Concéntrese, hombre, concéntrese!
-Calle Zingman…Zeligberg…Zalmanovzki… algo parecido a eso…

¡De pronto recordé la meme… menmo… mnemotécnica! Estaba salvado. ¿Cómo era la fórmula? La capital de Noruega, o sea ‘Oslo’, ‘g’ en el medio, y después un cinco en alemán, o sea ‘funf’…

-¡Calle Oslogfunf 7! –grité al idiota.
Reanudó la marcha y aceleró hacia el sur. Después de tres cuadras frenó y dijo:
-Lo lamento, pero esa calle no existe.
Sinceramente, yo había intuido desde el primer momento que esa calle no existía, pero la partida apresurada del conductor me desconcertó. Incluso sabía donde me había equivocado. No había una ‘g’ en el medio. Veamos: ‘Oslorfunf’… ‘Oslomfunf’, no…
-¿Y bien? –preguntó el chofer-. ¿Qué hacemos ahora?
Le arrojé una mirada cargada de rencor y un billete de una libra, y me apeé. Llamé a Sulzbaum desde una cabina telefónica cercana.
-Hola –exclamé-. Estaré con usted dentro de un momento. Me ha sucedido algo verdaderamente fantástico…
-¡¡¡H-e-l-s-i-n-g-f-o-r-s!!! –rugió Sulzbaum-. Pero no es necesario que venga.
Y cortó la comunicación.
¿Y a mí que me importa? Prefiero no tener ninguna relación con semejante persona. Al salir de la cabina descubrí que me encontraba en la calle Helsingfors, pero eso tampoco me turbó. Evidentemente no estaba yo destinado a trabajar para Sulzbaum. Pero me parece que no votaré a favor de la municipalidad actual. ¡Qué falta de tacto cometieron al designar una calle… eh… ejem… maldición…!

 

 

Un tropel de médicos

No hace mucho me desperté aproximadamente a media noche con un dolor de estómago desconocido hasta ahora en los anales del sufrimiento humano. Con la poca fuerza que me quedaba me arrastré hasta el teléfono y llamé al doctor Wasservogel, que vive en el departamento situado justamente encima del nuestro. La señora Wasservogel levantó el auricular y después de que le hube informado que el dolor me estaba destrozando, me comunicó que su marido no estaba en la casa. Me aconsejó que esperase media hora, y que si el dolor no cedía llamase al doctor Blaumilch. Esperé media hora que duró un siglo y por la pantalla de mi mente desfilaron mi triste infancia, mis años de labor productiva en el campo de trabajos forzados y mi declinación periodística. Entonces telefoneé al doctor Blaumilch y su esposa me contestó que su marido no atendía enfermos en los días impares y que debía llamar al doctor Gruenbutter. Llamé a este médico, y la señora Gruenbutter levantó el auricular y lo depositó enseguida junto al teléfono.

Durante un rato me dediqué a arañar las paredes; a continuación redacté mi testamento y última voluntad y dejé una herencia de 250 libras para la construcción de un auditorio a mi nombre. Cuando estaba ya al borde del colapso, recordé que Yossi, el hijo de mi vecino, era un entusiasta de la radio. Para abreviar la historia: Yossi estableció contacto por onda corta con el aeropuerto de Lydda, y un avión de El Al levantó el vuelo rumbo a Chipre con un pedido de auxilio. El avión fue recibido allí por el correo especial del Consulado de Israel, que partió a toda velocidad en motocicleta rumbo a Luxemburgo y desde allí envió un cable de 500 palabras a Winston Churchill. El anciano estadista británico puso su tren particular a disposición del corresponsal de Kol Israel, quien voló a Copenhague y desde allí difundió por radio un dramático llamado a la opinión pública. La judería canadiense despachó inmediatamente una ambulancia para Holanda. El jefe de policía de Rótterdam condujo la ambulancia por toda Europa y reunió 37 famosos profesores y cirujanos que llegaron aquí en un bombardero de retropropulsión de la Fuerza Aérea de Estados Unidos.
En el trayecto hacia Tel Aviv, se sumaron al convoy los participantes de la convención médica de Natania, y fue así como un total de 108 médicos llegaron a mi casa al amanecer. El doctor Wasservogel fue despertado por el estrépito de los ómnibus que se detenían junto a la acera, y bajó corriendo los escalones. Yo aproveché su presencia y le pregunté qué debía hacer para curarme el dolor de estómago. Me aconsejó que tuviese más cuidado con lo que comía.
Así fue como la solidaridad internacional me salvó la vida. Pero la próxima vez llamaré directamente a la Reina Isabel. No puedo perder tanto tiempo.